Caciquismo


Las dos ces estructurales citadas hasta ahora (carencia y coacción), además de las dos primeras, definidoras (carpetovetónica y cavernícola), van acompañadas de un grupo de otras siete, que denominamos “ismos” correspondientes. Por orden alfabético, el primero es caciquismo, cuyos practicantes formaban en la Restauración una especie de casta (una ce más). Tanto es así que la revista satírica Gedeón incluyó en su almanaque para 1898 un mapa del caciquismo en España, con dibujos y nombres de los principales caciques por provincias.

Gedeón, revista satírica editada en Madrid, insertó este mapa del caciquismo en su almanaque para 1898
Gedeón, revista satírica editada en Madrid, insertó este mapa del caciquismo en su almanaque para 1898.

En el territorio controlado por ellos nada se movía sin su permiso, nada se hacía sin su consentimiento y su incidencia en el sistema electoral era muy importante, lo que ayudaba sobremanera al turnismo político. Las acepciones primera y segunda de la Academia lo presentan así: “Dominación o influencia del cacique de un pueblo o comarca” e “Intromisión abusiva de una persona o una autoridad en determinados asuntos, valiéndose de su poder o influencia”.

Rafael Salillas, autor ya citado en la primera parte de este libro, escribía en su obra Hampa (Antropología picaresca) a fines del XIX que el caciquismo tenía su significado en la patología social pues constituía el modo de degeneración política en España: “El caciquismo, por su índole y sus viciosos procederes, implica la paralización de fuerzas, que á la salud nacional importa mucho que estén activas, é implica, consecuentemente, la actividad de fuerzas que á la salud nacional también le importa que permanezcan relegadas”.

Unos años después publicaba Pío Baroja su obra titulada El árbol de la ciencia, magnífica fotografía de la sociedad rural finisecular. Ambientada en una pequeña población manchega, en la que la “política respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo”, reinaba allí el caciquismo puro, la lucha continua entre dos bandos contrarios, los liberales Ratones y los conservadores Mochuelos. En aquel momento el alcalde era el Mochuelo principal, “un hombre delgado, vestido de negro, muy clerical, cacique de formas suaves, que suavemente iba llevándose todo lo que podía del municipio”. El cacique liberal, por otra parte, era “un tipo bárbaro y despótico, corpulento y forzudo, con unas manos de gigante; hombre que cuando entraba a mandar trataba al pueblo en conquistador. Ese gran Ratón no disimulaba como el Mochelo; se quedaba con todo lo que podía, sin tomarse el trabajo de ocultar decorosamente sus robos”. El pueblo se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones y los consideraba necesarios: “Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín; tenían unos para otros un tabú especial, como el de los polinesios”. Impresionante el retrato del escritor, que se repetía con algunas variaciones en la inmensa mayoría de los pueblos.

Otro autor, José Ortega Munilla ofreció una conferencia en 1920, titulada Aldea sierva (Espejo del vivir nacional), en la Academia de Jurisprudencia y Legislación. En ella caracterizaba la figura del cacique y describía su incidencia en la sociedad española. Escribía que la suya era la voluntad imperante, que actuaba desde su cavernita sobre los altos palacios nacionales, que lo no querido por él no existía, que no se podía olvidar que la mayor parte de las actas de los diputados “eran obra del dañino vividor aldeano”… Por eso resultaba raro que en su ámbito se oyera la voz de la nación, que imperasen los intereses generales: “Lo que suena es el interés personal, la pasión, la codicia, la vanidad, la ignorancia. El analfabetismo de los dictadores lugareños transciende en la tribuna. Y su audacia también… Así se explica la separación, cada días más clara, entre los ciudadanos y sus falsos representantes”.

Pero el caciquismo no era un fenómeno solamente del ámbito rural. Heraldo de Madrid (22.5.1901), entre otros, denunciaba en un editorial titulado “Los grandes cacicatos” que Comas y Planas, Planas y Comas, eran las personas que mandaban en Barcelona y las únicas oídas en Madrid. Allí se ejercía “la dictadura personal y autoritaria más enorme de España”. El caciquismo barcelonés no sólo era más extenso sino más intenso que el de las aldeas. No era sólo un caciquismo político para imponer un partido sino que representaba la absorción de toda la vida administrativa, política y económica; significaba acaparación de los destinos, influjo en los expedientes y hasta injerencia en los autos.

Otro ejemplo de la preocupación por el caciquismo en la prensa de principios de siglo XX, concretamente del periódico alcarreño La Región (Guadalajara, 24.5.1901), nos ayuda a entender su presencia constante: “Para ello es preciso prescindir de pasiones y pequeñeces de banderías y extirpar de raíz la influencia del cacique y la corrupción por medio del dinero”. Y es que en las publicaciones periódicas de diversos matices fue frecuente la alusión al tema del caciquismo. Además, era considerado en buena medida causa de los males de España. Desde el Diario de Gerona de Avisos y Noticias (15.5.1901), Cipriano Bernal de Puga se mostraba dispuesto en 1901 “á combatir el cunerismo y los caciques que son la vergüenza de nuestra patria y la causa de su ruina”.

Una muestra más la proporcionaba el diario liberal El Imparcial (Madrid, 20.6.1902) con motivo de una visita política de Canalejas a Castellón. El caciquismo artificial se constituía en realidad desde Madrid, con la entrega a los más audaces y a los menos escrupulosos de todas las fuerzas del Estado. Eso produjo en Castellón una organización férrea, “que ha dividido la provincia en conquistados y conquistadores”. Los que el periodista llamaba conquistadores, los menos, tenían a su disposición las autoridades gubernativas, los resortes administrativos, la justicia, la fuerza pública. Y con tales medios amenazaban a quienes osaban hacerles frente. “El Cosi” era el arquetipo del caciquismo provincial y local: “Quien estorba sus planes ó no sirve sus intereses, si tiene un expediente, lo ve resuelto en su contra ó no lo ve nunca despachado; si paga contribución, carga con la suya y con la ajena; si comete una leve falta, se encuentra desde luego empapelado, y, de no pedir misericordia y prometer completa sumisión, empapelado se queda hasta competir con las ciruelas pasas de aquellos riquísimos huertos, y por todas partes no halla sino dificultades y obstáculos para la vida”.

Tras el apodo “El Cosi”, prototipo de cacique en las últimas décadas del XIX, estaba Victorino Fabra Gil, tío del bisabuelo de Carlos Fabra Carreras, que “responde al clásico patrón de cacique que utilizó el poder político para extender sus redes hasta controlarlo todo en la provincia” (eldiario.es, Madrid, 2.10.2013). Y ambos políticos están unidos por una serie de Fabras que han tenido presencia importante en la provincia de Castellón.

Mariano Rajoy calificó al Fabra actual como “ciudadano y político ejemplar”, quizá por su ayuda en el congreso del PP de Valencia en 2008. Pero esta adulación hacia los caciques no es ni mucho menos nueva. José Francos Rodríguez recordaba en ABC (Madrid, 7.11.1919) una visita de “El Cosi”, el denominado abuelo pantorrillas, al Congreso de Diputados. Escribía que Fabra paseó por el palacio de la representación nacional vestido con el traje característico de antaño: “llevaba, por lo tanto, sombrero ancho, chaqueta corta, calzón a media pierna y lucidas alpargatas. A pesar de la indumentaria, el Pantorrilles, así llamado irrespetuosamente por algunos, se vio asistido en su visita al Congreso por varios primates parlamentarios; el duque de Tetuán”, ministro entonces y gran amigo suyo, Cánovas o Sagasta. “Los conspicuos de la derecha y de la izquierda saludaron efusivamente al ilustre cacique, acompañándole en su peregrinación por las galerías y salones de la Cámara popular”. Todos decían estar en contra del caciquismo, pero casi todos contradecían lo que decían con lo que hacían.

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